Secularismo y Sincretismo: Las raíces invisibles de una sociedad sin rumbo
- Pr. Cristián Millán
- 9 oct
- 5 Min. de lectura

Una sociedad a la deriva
Vivimos tiempos en los que las naciones parecen navegar a la deriva. Lo vemos en los gobiernos, en los sistemas judiciales, en la educación, en la cultura, y especialmente en la vida cotidiana de las personas. La corrupción, la confusión moral y la pérdida de sentido se han convertido en síntomas normales de una sociedad que ha olvidado quién es y hacia dónde va. Pareciera que cada individuo, dentro de este gran barco llamado humanidad, remara hacia un destino distinto, sin un capitán que guíe el rumbo común.
Hace unos días, alguien me preguntó si realmente era necesario usar la Biblia como fundamento para criar a los hijos o formar una familia. La pregunta, aunque sencilla, revela un cambio profundo en nuestra forma de pensar como sociedad. Ya no se trata solo de creer o no creer en Dios; se trata de haber reemplazado el fundamento espiritual y moral que por siglos sostuvo a nuestras culturas. Lo irónico es que muchos de los valores que hoy aún consideramos “buenos” —como la justicia, la solidaridad, la misericordia, la fidelidad o el respeto— provienen precisamente de esos fundamentos judeocristianos que ahora rechazamos o ignoramos.
Cuando se pierde el fundamento
Es cierto: hubo errores en el pasado. Algunas generaciones aplicaron los principios bíblicos de manera autoritaria o distorsionada. Hubo quienes usaron la religión como instrumento de manipulación o poder. Pero el mal uso de un principio no invalida el principio en sí. De hecho, la ausencia actual de esos valores ha demostrado su necesidad. Hoy vemos familias fracturadas, sociedades sin respeto por la verdad, y gobiernos que permiten lo que antes era considerado injusto. Nos encontramos frente a una generación que ha perdido el temor de hacer lo incorrecto porque ha perdido la noción misma de que existe algo correcto.
¿Cómo llegamos aquí? No fue de la noche a la mañana. Este deterioro comenzó con un proceso cultural llamado secularización. La secularización no comenzó con un ataque frontal contra la fe, sino con una idea aparentemente razonable: “no todos creen en Dios, por lo tanto, la sociedad debe ser neutral”. Esa neutralidad, sin embargo, se transformó en exclusión. Lo que comenzó como “dar espacio a todas las creencias” terminó siendo “eliminar cualquier referencia a Dios del espacio público”.
El precio del secularismo y el sincretismo
Las consecuencias fueron inevitables. Cuando una sociedad decide sacar a Dios de la ecuación, también saca de sí misma la fuente que daba sentido a la verdad, a la moral y a la justicia. Los valores se vuelven relativos. Lo bueno y lo malo ya no se definen por principios eternos, sino por encuestas, ideologías o intereses momentáneos. El secularismo abrió paso al sincretismo, que es la mezcla indiscriminada de ideas y creencias. Hoy vemos cómo se entrelazan el esoterismo, las filosofías orientales, el pensamiento positivo, las teorías psicológicas y la espiritualidad superficial, en una sopa espiritual que promete paz interior sin compromiso moral, y libertad sin responsabilidad.
El resultado de todo esto es una humanidad que busca respuestas, pero las busca en el lugar equivocado. El hombre moderno quiere encontrar sentido y propósito sin someterse a la verdad. Quiere la paz del alma sin la obediencia a Dios. Quiere justicia sin arrepentimiento, libertad sin límites y amor sin sacrificio. Sin darnos cuenta, hemos construido una espiritualidad “a la carta”: un Dios hecho a nuestra medida, que nunca nos corrige, nunca nos incomoda y nunca nos exige rendir cuentas.
Sin embargo, una sociedad sin verdad termina cayendo inevitablemente en la confusión. Cuando no hay una base común, cada quien se convierte en su propio dios, en su propio legislador moral. La Biblia describe exactamente esta realidad cuando dice: “Cada uno hacía lo que bien le parecía” (Jueces 21:25).
Esa frase no solo fue la descripción de una época antigua, sino también el retrato exacto de la sociedad actual. Hemos quitado el timón, y ahora el barco de la humanidad flota a merced de las corrientes del relativismo.

El llamado a regresar a la verdad
Pero hay esperanza. Y esa esperanza no está en los sistemas políticos ni en las reformas educativas. Está en el retorno a los fundamentos. No hablo de volver a una religión institucional o tradicional, sino a la verdad viva que dio sentido a la civilización: los principios eternos y fundamentales de la Palabra de Dios. Porque cuando el ser humano vuelve a poner su vida bajo el gobierno de Dios, la confusión se transforma en propósito.
El secularismo nos hizo creer que sin Dios seríamos más libres, pero la historia demuestra que cuando el hombre se aleja de Dios, no alcanza la libertad, sino el vacío. El sincretismo, por su parte, nos ha hecho creer que todas las verdades son iguales, pero esa mezcla solo ha producido más caos interior. Solo cuando volvemos a la fuente original —a la verdad revelada por Dios en Su Palabra— encontramos sentido, dirección y esperanza.
Quizás el desafío más grande no sea que el mundo haya sacado a Dios de su cultura, sino que muchos creyentes lo han sacado, inconscientemente, de su forma de vivir. Por eso, estas palabras no son solo para los no creyentes, sino también para los que decimos tener fe. Necesitamos preguntarnos: ¿está nuestra vida realmente fundamentada en la verdad de Dios, o hemos permitido que el sincretismo y el secularismo se infiltren silenciosamente en nuestra manera de pensar?.
El apóstol Pablo, en su carta a los Romanos describe con precisión profética la realidad moral y espiritual de nuestro tiempo. Dice que los hombres “conociendo a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido” (Romanos 1:21). En otras palabras, la humanidad decidió sustituir la verdad de Dios por sus propias verdades. Cambió la gloria del Creador por las ideas de la criatura. Cambió la pureza por la corrupción, la luz por las tinieblas, y la verdad por la mentira.
Y este es el resultado de la secularización y del sincretismo: una humanidad que ha perdido el norte, no por falta de conocimiento, sino por falta de reconocimiento. Porque cuando el hombre deja de reconocer a Dios como el centro, se convierte en el centro de sí mismo, y desde allí todo se distorsiona. El pecado ya no se llama pecado, la inmoralidad se celebra como libertad, y la rebeldía se disfraza de progreso. Pero Dios, en Su amor y misericordia, sigue extendiendo Su mano a la humanidad. Romanos también nos recuerda que “la bondad de Dios te guía al arrepentimiento” (Romanos 2:4). Volver a Dios no significa volver al pasado, sino recuperar el propósito original para el cual fuimos creados.
Mi intención con estas palabras es hacer un llamado a reflexionar, a despertar, a detener nuestro rumbo antes de que sea demasiado tarde. A reconocer que sin Dios no hay fundamento, no hay dirección, no hay vida. Y que volver a Él no es perder la libertad, sino encontrarla verdaderamente.
Miremos a nuestro alrededor, observemos la sociedad, pero sobre todo, miremos dentro de nuestro corazón y preguntémonos ¿en qué estoy edificando mi vida?, ¿en ideas pasajeras o en principios eternos?. Porque una nación puede ser restaurada solo cuando el corazón de sus hombres y mujeres decide regresar a la verdad de Dios, y porque solo una fe cimentada en la verdad puede sostener una vida, una familia y una nación.

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