top of page

Amor, Favor y Gracia de Dios; de la religiosidad a la transformación

ree

Introducción: Ezequías, un corazón expuesto


La historia de Ezequías (2 Reyes 18–20; 2 Crónicas 29–32; Isaías 36–39), es como un espejo que revela la tensión constante entre la devoción genuina y el orgullo humano. Fue un rey que, al iniciar su reinado, decidió confiar en Dios con todo su corazón. Las Escrituras nos dicen: “E hizo lo recto ante los ojos de Jehová, conforme a todas las cosas que había hecho David su padre. En Jehová Dios de Israel puso su esperanza; ni después ni antes de él hubo otro como él entre todos los reyes de Judá. Porque siguió a Jehová, y no se apartó de él, sino que guardó los mandamientos que Jehová prescribió a Moisés. Y Jehová estaba con él; y adondequiera que salía, prosperaba” (2 Reyes 18:3–7, RVR1960).


Ezequías no fue un rey común. Mientras otros se aferraban a alianzas políticas, él comenzó derribando ídolos, limpiando el templo y restaurando la adoración verdadera. Durante una de las crisis más grandes de su tiempo —la amenaza del poderoso imperio asirio— su recurso no fue la espada, sino la oración. Clamó a Dios, y el Señor respondió de manera sobrenatural, librando a Jerusalén de la destrucción (2 Reyes 19).


Más tarde, cuando una enfermedad mortal golpeó su vida, nuevamente se volvió a Dios. “Entonces volvió Ezequías su rostro a la pared, e hizo oración a Jehová, y dijo: Oh Jehová, te ruego que te acuerdes ahora que he andado delante de ti en verdad y con íntegro corazón, y que he hecho las cosas que te agradan. Y lloró Ezequías con gran lloro” (2 Reyes 20:2–3). El Señor lo escuchó y le concedió quince años más de vida.


Sin embargo, la misma Escritura registra un contraste doloroso: después de tantas victorias y milagros, su corazón se enalteció. Cuando vinieron mensajeros de Babilonia, en lugar de glorificar a Dios, les mostró sus tesoros personales, como si la gloria le perteneciera a él. Entonces el profeta Isaías lo confrontó, anunciando juicio futuro (2 Reyes 20:12–19).


La vida de Ezequías nos recuerda algo profundo: sin duda somos incondicionalmente amados por Dios, pero aun así necesitamos constantemente de Su favor y gracia para perseverar. El amor de Dios nunca cambia; el favor de Dios acompaña la obediencia; y la gracia de Dios nos sostiene en medio de nuestra fragilidad. Entender estas tres realidades —amor, favor y gracia— es la diferencia entre vivir una religiosidad superficial o experimentar una verdadera transformación en Cristo.



El Amor de Dios: fundamento eterno e inmutable


El amor de Dios es el punto de partida de toda experiencia espiritual. Jeremías escuchó la voz del Señor que le decía: “Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia” (Jeremías 31:3). Ese amor no depende de lo que hacemos o dejamos de hacer; es un atributo esencial del carácter de Dios.


Pablo lo afirma con fuerza en Romanos 5:8: “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”. Y añade en Romanos 8:38–39 que nada podrá separarnos de ese amor: “Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”.


Ahora bien, es vital aclarar lo que el amor de Dios no significa. No significa que Él aprueba todo lo que hacemos. Un padre puede amar profundamente a su hijo y, aun así, corregirlo cuando toma decisiones equivocadas. Tampoco significa ausencia de disciplina. Hebreos 12:6 dice: “Porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo”.


El amor de Dios sí significa que Él inicia y sostiene nuestra salvación: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Pablo lo reafirma: “Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos)” (Efesios 2:4–5).


Cuando me reconozco amado por Dios, esa certeza quiebra el miedo servil. Ya no obedezco para ganar Su amor, sino porque Su amor ya me ha alcanzado.



El Favor de Dios: respaldo condicionado al camino


Si el amor de Dios es universal e inmutable, el favor de Dios es específico y condicional. Es el respaldo divino sobre decisiones, obras y pasos de fe. El salmista lo describe así: “Porque tú, oh Jehová, bendecirás al justo; como con un escudo lo rodearás de tu favor” (Salmo 5:12).


Ezequías experimentó este favor mientras se mantuvo fiel. La Biblia dice: “Y Jehová estaba con él; y a dondequiera que salía, prosperaba” (2 Reyes 18:7). Pero cuando su corazón se enalteció, perdió respaldo. Segunda de Crónicas 32:25 lo relata con crudeza: “Mas Ezequías no correspondió al bien que le había sido hecho, sino que se enalteció su corazón; y vino la ira contra él, y contra Judá y Jerusalén”. Al humillarse, sin embargo, Dios retuvo la ira en sus días (2 Crónicas 32:26).


Aquí se revela un principio profundo: el amor de Dios no se pierde, pero el favor sí puede retirarse cuando caminamos en orgullo, desobediencia o auto-confianza. El favor no se compra con obras, se cultiva por medio de la condición del corazón: fe, humildad, obediencia y rectitud.


Es importante también entender que sufrimiento no siempre significa ausencia de favor. El Salmo 23 nos recuerda que aunque andemos en valle de sombra de muerte, Él está con nosotros. El favor muchas veces se expresa no en evitar la oposición, sino en sostenernos con victoria en medio de ella.


La pregunta que debemos hacernos es sencilla pero desafiante: ¿Dios puede respaldar mis planes tal como están? Si no, es tiempo de corregir el rumbo. El favor sigue al alineamiento, no al revés.



La Gracia de Dios: salvadora y capacitadora


Si podemos definir de alguna manera lo que es gracia, sería que “es lo que Dios en su omnipotencia puede hacer y que el hombre con sus propios méritos y capacidades no puede lograr”. Por esta razón, la gracia es la provisión divina que nos salva y también nos capacita y perfecciona diariamente (Filipenses 1:6). Pablo lo expresa en Efesios 2:8–9: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”. Esta es la gracia salvadora que nos adopta como hijos, nos declara justos y nos regenera.


Pero la gracia no solo nos salva, también nos sostiene. Pablo lo entendió al decir: “Por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo; antes he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Corintios 15:10). Y cuando enfrentó su debilidad, escuchó al Señor decirle: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Corintios 12:9).


La gracia es poder sobrenatural para vivir la vida cristiana. No baja el estándar divino; nos eleva para alcanzarlo. Es esa fuerza invisible que capacita al creyente para obedecer cuando la carne quiere rendirse.


Ezequías lo vivió cuando Dios prolongó su vida y le dio una señal imposible: el retroceso de la sombra en el reloj de Acaz (Isaías 38). Fue un recordatorio de que la vida no depende de la capacidad humana, sino de la intervención divina.


ree


El Temor del Señor: bisagra de la madurez


El amor de Dios nos da identidad, el favor nos da respaldo, y la gracia nos da poder. Pero es el temor del Señor el que preserva todo lo anterior. Proverbios 9:10 lo dice con claridad: “El temor de Jehová es el principio de la sabiduría, y el conocimiento del Santísimo es la inteligencia”.


El temor del Señor no es miedo paralizante, sino reverencia práctica: tomar a Dios tan en serio que ajustamos nuestras decisiones a lo que Él ama y rehúsamos lo que Él detesta.


Cuando Ezequías honró a Dios, hubo respaldo; cuando buscó su propia gloria, lo perdió. El temor del Señor protege del orgullo, de las alianzas carnales y de la ostentación. Señala la madurez espiritual: pasar de reaccionar por emociones a obedecer por convicciones; de justificarme a arrepentirme rápido; de mirar faltas ajenas a examinar mi corazón.



Una vida transformada, no religiosa


El resumen de todo esto es sencillo y profundo:


  • El amor de Dios es el fundamento inmutable.

  • El favor de Dios es el respaldo condicional.

  • La gracia de Dios es el poder sobrenatural.


El orden saludable es este: primero descanso en el amor de Dios, luego alineo mi camino para buscar Su favor, y finalmente dependo de Su gracia para vivir como Cristo.



Cristo, la clave de todo


Aquí llegamos al centro. El amor, favor y gracia de Dios se revelan plenamente en Jesucristo. Él es la encarnación del amor eterno: “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él” (1 Juan 4:9).


Él es también la personificación del favor: en el bautismo de Jesús, una voz del cielo declaró: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17).


Y Él es la plenitud de la gracia: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros… lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14).


Todo el mensaje bíblico converge en Cristo. Cristo no tan sólo es un modelo de conducta, como muchos lo ven, sino que Cristo nos revela el verdadero carácter del Padre hacia nosotros. Somos coherederos de todas las bendiciones que recibió Cristo de parte del Padre (Romanos 8:17), esto significa que todo lo que Jesús recibe del Padre, también lo recibimos nosotros, en especial Su amor, favor y gracia.


Por eso, en Cristo somos amados, favorecidos y capacitados para vivir en obediencia. Sin Cristo, nuestra historia sería como la de Ezequías: victorias parciales interrumpidas por derrotas del orgullo. Con Cristo, nuestra historia puede ser una vida de transformación sostenida por la gracia.



Conclusión: del dicho al hecho


La historia de Ezequías nos llama a algo más que religión. Nos invita a una transformación real. Dios nos ama con amor eterno; en esa seguridad descansamos. Pero Su favor acompaña caminos que honran Su voluntad. Y Su gracia nos capacita para vivir lo que por nosotros mismos no podemos.


Hoy no se trata solo de mirar la vida de un rey antiguo, sino de mirarnos en ese espejo. ¿Camino bajo el amor de Dios, pero sin buscar Su favor? ¿Estoy intentando vivir la vida cristiana sin la gracia que solo Cristo puede darme?


La invitación está abierta: humillarnos, volvernos a Cristo, y vivir no en religiosidad sino en transformación. Porque al final, la meta no es exhibir faltas ajenas, sino reflejar a Cristo en nuestra vida, en nuestra casa y en la Iglesia.

Comentarios


SOBRE NOSOTROS

Síguenos en nuestras Redes Sociales, y entérate de todas nuestras actividades.

  • Facebook
  • Instagram
  • YouTube
CONTACTO

(+56-9) 5076 0231

iglesia.cdpchile@gmail.com

RECIBA MÁS INFORMACIÓN

Gracias por Suscribirte con Nosotros

© 2016 - 2025 | Ministerios Cristo De Poder Chile

bottom of page